Si recurrimos al diccionario de la Real Academia Española, encontramos una definición precisa pero insuficiente: "Capa corta de seda co...
Si recurrimos al diccionario de la Real Academia Española, encontramos una definición precisa pero insuficiente: "Capa corta de seda con esclavina, bordada de oro o plata con lentejuelas, que los toreros de a pie usan en el desfile de las cuadrillas y al entrar y salir de la plaza." Una descripción formal que apenas sugiere lo que el capote de paseo significa para quienes llevamos años habitando la liturgia del toreo.
Porque el capote de paseo no es simplemente una capa. Es una insignia de honor, una herencia, un talismán. Su sola aparición en el ruedo, al compás del pasodoble y bajo la mirada de miles de aficionados, marca el inicio del rito. En ese instante en que el torero pisa el albero envuelto en seda, el tiempo se detiene y la plaza se transforma en templo.
Hay en esa prenda breve y solemne un eco de siglos. El bordado a mano, las imágenes religiosas, los escudos personales, las dedicatorias íntimas: cada hilo de oro cuenta una historia. Hay capotes de paseo que han pasado de generación en generación, otros que fueron ofrecidos por una madre devota o por una afición agradecida. Algunos fueron llevados en tardes cumbre, y otros, con pesar, en despedidas. Porque el capote de paseo también tiene memoria.
Lo que muchos ignoran es que nunca se torea con él. No está hecho para el combate, sino para el respeto. Es la prenda que viste el torero cuando aún no se ha cruzado con la muerte, pero ya se le ha presentado. En el paseíllo, durante la vuelta al ruedo, o al despedirse de una plaza importante, el capote de paseo es el estandarte que habla de la seriedad del compromiso. Y es que, como decía Domingo Ortega, “el toreo es grandeza… y la grandeza se viste con decoro”.
Pero el capote de paseo no solo se lleva, también se comparte. Hay una tradición entrañable que, por desgracia, va desapareciendo: el que un torero ceda su capote de paseo para adornar las barreras de sol. Ver uno de estos capotes desplegado sobre la madera de una barrera es un deleite estético y un gesto de complicidad con la afición. Es un honor que un torero te confíe esa prenda que lleva cerca del corazón. Hoy, en la corrida de la prensa, solo dos capotes lucieron en las barreras de sol. Dos apenas, cuando hace no tanto era habitual que el tendido se engalanara con varios, cada uno con su propia historia, cada uno con su carga simbólica.
Esos capotes bordados que hoy casi no se ven eran parte del color, del rito, del alma misma de la plaza. Eran una forma más de rendir tributo a la belleza de la fiesta. Ojalá no se pierda del todo esa costumbre. Ojalá volvamos a ver barreras vestidas con seda y oro, como altares profanos que enmarcan el milagro del toreo.
En estos tiempos donde la prisa y la banalidad amenazan incluso a la tauromaquia, el capote de paseo resiste como una bandera de dignidad y solemnidad. Representa lo que no debe perderse: el respeto por el público, por la historia, por el toro, y por uno mismo.
Quien entienda eso, entiende mucho de lo que es el toreo. Porque en esta fiesta —tan honda como incomprendida— todo lo esencial no se torea, se honra. Y el capote de paseo es una de esas cosas esenciales.
Patricia Muñoz